Se me ocurren una infinidad de textos que podrían comenzar con la sucesión de palabras “cuando era pequeña...”, pero confieso que, en vísperas de mis diecinueve años, por momentos sigo sintiéndome así, casi diminuta.
Y no me malinterpreten, tengo mucho que contar sobre mi infancia, pero hoy quisiera abordar mi relación con la escritura.
Si me pidieran que fuera a los inicios, a esa primera chispa que nace, diría que tuve el privilegio de crecer rodeada de personas que leían y escribían, como mi abuelo Félix y mi mamá, Deidamia, que creo que aún lo hace, aunque quizás no tanto como a ella le gustaría.
Recuerdo a mi abuelo sentado en su sillón de ruedas, mientras que con su mano buena tecleaba, con la mayor paciencia del mundo, en la computadora. Lo hacía cerca de su estantería, de madera dura y oscura (porque además de abuelo, padre y escritor, era carpintero), donde había muchos libros que él había leído, y también otros que, decía mi mamá, él mismo había escrito.
Yo observaba aquellos libros en la distancia. Y aún hoy, cuando entro en esa habitación, se me llenan los ojos de lágrimas por la nostalgia.
Se me queda pendiente leer alguno de los que escribió; en realidad, haría cualquier cosa con tal de sentirlo cerca.
No tengo memoria de cómo era él antes de sufrir el derrame cerebral; ocurrió cuando yo sólo tenía tres años. Veo fotos, escucho historias, y me lo imagino como si fuera un personaje de una de mis novelas que voy construyendo según lo que me dicen mis familiares y todo lo que sé de él. Pero no lo recuerdo.
Es evidente que me entristece no poder acordarme de él cuando estaba sano, pero, a su vez, me reconforta saber que sus limitaciones no le impidieron ser un gran abuelo para mí. Le gustaba verme sentada a su lado, haciendo lo mismo que él: escribiendo. Él lo hacía con infinita calma, mientras que la niña que lo acompañaba, tachaba las palabras sobre el papel, una y otra vez, sin parar.
En aquel entonces, yo escribía sobre cualquier cosa (justo como ahora). En mi escuela se convocaban concursos de diferentes temas casi todo el tiempo. Alrededor de mis 7 u 8 años, decidí comenzar a participar en todos los que pudiera. Gané algunos, ya sea en primer, segundo o tercer lugar; perdí otros. Pero no me importaba. Me negaba a quedarme con el resultado, para mí era más valiosa la obra que me había llevado hasta ahí. Ahora es difícil pensar en lo mucho que me cuesta mantener esa mentalidad.
Me gustaba que mi nombre resonara, escuchar los halagos de mi papá y sentir en mi cara los besos de mi abuela materna. Pero, sobre todas las cosas, me gustaba observar la sonrisa tenue que mi abuelo me dedicaba cuando mi mamá, orgullosa, le contaba que había presentado mis obras. Porque, independientemente del resultado, él sabía que lo había intentado. Y que no iba a parar.
O eso creía. Al crecer, dejé de escribir. Mi mamá me lo sacaba en cara todos los días, le resultaba imposible aceptar que la niña que escribía versos y cuentos como una extensión de sí misma, había desaparecido.
Hoy sigo sin entender cuál fue el detonante que provocó que a mis 12 años dejara atrás ese hábito tan importante para mí. Cuando intento recordar, es como si una niebla me cegara los pensamientos. La única explicación racional que he podido encontrar es que, quizás, esa niña estaba centrada en otras cosas, sus gustos habían cambiado, a tal punto de que tan solo leía fanfics en Wattpad y escuchaba kpop sin parar.
Más tarde, con la llegada de la pandemia, el encierro y la ruptura de mi rutina, las palabras retornaron a mí como si tan solo se hubieran ido de vacaciones por una pequeña temporada. Desde entonces, no he dejado de escribir, aunque no suelo contar los períodos de tiempo en donde he entrado en bloqueos creativos.
La escritura ha sido, con el pasar de los años, mi mayor refugio; el lugar al que puedo volver cuando pienso que nadie me entiende o cuando me siento sola; es un espacio de introspección, donde siempre tendré la absoluta certeza de que mis palabras no me soltarán la mano.
Cuando siento que ya no puedo guardar más lo que llevo dentro, lo vuelco sobre las páginas, me mancho de tinta los dedos, me lleno de lágrimas los labios. Porque de ahí vengo: de los recuerdos, las vivencias, las hojas repletas de historias, y de todas esas que se me quedan en las entrañas, las que aún tengo por contar.
Siempre desde el amor,
Maylen
Gracias por leer este escrito. Déjame saber en los comentarios tu opinión y suscríbete si quieres estar al pendiente de los próximos. ¡Saludos!
¡Que belleza de escrito! Me es imposible no sentirme tan cercana a ti, con esa narración tan sincera y calurosa, casi como si tus palabras me acariciaran el alma. Gracias por compartirnos tus sentimientos y tus historias. 💜
Ya casi se cumple una década sin el hombre de mi vida, aquel que educó al otro gran hombre de mi vida (mi papá). Y solo me queda sentir tanto al repensar todos los recuerdos de mi infancia, pero me hubiese gustado que también estuviera aquí, en el ahora, en mis metas y en mis hazañas.
Te abrazo mucho, me encantó leerte. ❤️🩹